lunes, 17 de septiembre de 2007

“Lo que ocurre en Las Vegas se queda en Las Vegas”

De pequeño, odiaba viajar. Recuerdo estar de pie frente a mi mochila vacía y como mis ojos saltaban de las estanterías al armario, y de allí al baúl de los juguetes, sin que mi cuerpo pudiera decidir que orden debía seguir. En aquella habitación blanca pasaba el tiempo, incapaz de escoger que no iba a echar en falta, de prever que necesitaría, hasta que mi madre me apremiaba porque el tiempo se nos echaba encima.

En el colegio aquella indecisión se convirtió en mi seña de identidad, por lo que los recreos se presentaban como un estresante reto que consistía en escoger lo que me apetecía hacer en aquellos 30 maravillosos minutos: así las canicas se entrechocaban en la bolsa, impacientes por salir a escena, mientras las chapas (las mejor diseñadas de todo el colegio, es de justicia que saque pecho por ello) rugían en mi bolsillo, sedientas de un nuevo título. Además, no quería estropear las zapatillas, que hacía una semana que mamá me había comprado, pateando el balón oficial, que generalmente, consistía en un bote de plástico de batido de chocolate (las pelotas no nos solían durar mucho). Y eso cuando otro grupo no proponía jugar a un correcalles, que tanto me gustaba hasta aquella mañana en la que tú, pequeño cabroncete, me rompiste una de mis camisetas preferidas al atraparme cogiéndome de ella, a pesar de que las reglas decían que había que tocar, no agarrar…

El instituto me dio la clave, un día apurando aquellos interminables 5 minutos entre una clase y otra. Eran esos tiempos en los que los que fumaban eran los más populares y se escapaban al rincón tras el gimnasio para dar unas caladas mientras se convencían unos a otros de lo mucho que pasaban de todo. Yo en cambio me escabullía hacia el aula del fondo del pasillo, para verte a ti. Sonreías como si nuestro amanecer dependiese de ello y, al menos, así fue durante una temporada. Aquel día el sol había salido antes de tiempo y allí estaba yo contándote mi enésimo domingo ocioso dedicado a - inserte aquí su afición más rocambolesca e hilarante -.

Entonces, bajaste la mirada, riéndote de mí y dijiste: “A ti te gustan demasiadas cosas ¿no?...Eso me gusta”. Desde entonces, que me gustasen “demasiadas cosas” se convirtió en mi mayor virtud, algo que siempre había sentido pero que nunca supe como expresar.

Siete años después recuerdo todo esto frente a una maleta excesivamente grande, en aquel pueblo rodeado de montañas. Ahora cuando viajo lo único que me preocupa es que nadie me espere allá donde voy, porque a diferencia de antes, ahora hago el equipaje en mi destino. En los regresos, en cambio, disfruto dejando en tierra aquello que, en teoría, traigo conmigo y rezo por un par de brazos que den la bienvenida. Supongo que creo que ciertas cosas son dueñas de sí mismas y pertenecen allí donde florecen; supongo que al final, uno cae en la cuenta de que hay lugares que no quiere dejar atrás.

No tengo claro si quiero que esto sea una ida o un regreso…Porque esto no es Las Vegas, baby.

¿Aún tienes la intención de ir a recogerme?

Suena: Against Me! - The Ocean